jueves, 23 de febrero de 2017

SOMBRAS DE BARRO



Sentarse en silencio con don Juan era una de las ex­periencias más agradables que conocía. Estábamos có­modamente sentados en unas sillas tapizadas en la parte posterior de su casa, en las montañas de México central. Era de tarde. Soplaba una brisa placentera. El sol estaba detrás de la casa, a nuestras espaldas. Su luz se desvane­cía, creando exquisitas sombras verdes en los grandes árboles del patio. Enormes árboles crecían alrededor de la casa y aun más allá, tapando la vista de la ciudad don­de don Juan vivía. Me daba siempre la sensación de estar en una lugar salvaje, un lugar salvaje distinto del árido desierto de Sonora, pero agreste de todos modos.

‑Hoy vamos a discutir un tema muy serio de la bru­jería ‑dijo don Juan de manera abrupta‑, y vamos a co­menzar por hablar del cuerpo energético.

Me había descrito el cuerpo energético incontables veces, diciéndome que era un conglomerado de campos de energía que conforman el cuerpo físico cuando es vis­to como energía que fluye en el universo. Había dicho que era más pequeño, más compacto, y de apariencia más pesada que la esfera luminosa del cuerpo físico.

Don Juan me había explicado que el cuerpo y el cuerpo energético eran dos conglomerados de campos energéti­cos comprimidos y unidos por una extraña fuerza agluti­nante. Había enfatizado una y otra vez que la fuerza que une esos dos grupos de campos energéticos era, según los chamanes del México antiguo, la fuerza más misteriosa en el universo. Él estimaba que era la esencia pura de todo el cosmos, la suma total de todo lo que es.

Había asegurado que el cuerpo físico y el cuerpo ener­gético eran las únicas configuraciones de energía en con­trapeso en el reino humano. Por tanto, él no aceptaba ningún otro dualismo. El dualismo entre cuerpo y men­te, carne y espíritu, él los consideraba como una mera concatenación de la mente que surgía de ésta sin funda­mento energético alguno.

Don Juan había dicho que por medio de la disciplina es posible para cualquiera acercar el cuerpo energético hacia el cuerpo físico. Normalmente, la distancia entre los dos es enorme. Una vez que el cuerpo energético está dentro de cierto radio (que varía para cada uno de noso­tros individualmente), cualquiera, por medio de la disciplina, puede tomar de él una réplica exacta del cuerpo físico; es decir, un ser sólido, tridimensional. De allí la idea de los chamanes del otro o del doble. Del mismo modo, a través de los mismos procesos de disciplina, cualquiera puede forjar de su cuerpo físico sólido, tridimensional, una réplica exacta de su propio cuerpo energético, es decir, una carga de energía etérea invisible al ojo humano, tal como lo es toda energía.

Cuando don Juan me dio esta explicación, mi reac­ción había sido preguntarle si lo que él estaba descri­biendo era una proposición mítica. Él me había respon­dido que no hay nada mítico acerca de los chamanes.

Los chamanes eran seres prácticos, y lo que ellos descri­bían era siempre algo muy sobrio y muy realista. De acuerdo a don Juan, la dificultad de entender lo que los chamanes hacían estaba en que ellos procedían desde un sistema cognitivo diferente.

Aquel día, sentados en la parte trasera de su casa en el centro de México, don Juan dijo que el cuerpo energé­tico era de una importancia clave en todo lo que estaba ocurriendo en mi vida. Él veía como un hecho energéti­co el que mi cuerpo energético, en lugar de alejarse de mí (como sucede normalmente), se me acercaba a gran ve­locidad.

‑¿Qué significa el que se me esté acercando, don Juan? ‑pregunté.

‑Significa que algo te va a sacar la mugre ‑dijo don Juan sonriendo‑. Un grado tremendo de control va a aparecer en tu vida, pero no tu control; el control del cuerpo energético.

‑¿Quiere decir, don Juan, que una fuerza externa va a controlarme? ‑pregunté.

‑Hay montones de fuerzas externas controlándote ahorita mismo ‑don Juan replicó‑. El control al que me refiero es algo que está fuera del dominio del lengua­je. Es tu control pero a la vez no lo es. No puede ser clasi­ficado, pero sí puede ser experimentado. Y, por cierto y por sobre todo, puede ser manipulado. Recuerda: puede ser manipulado, por supuesto, para tu beneficio total, que no es, claro, tu propio beneficio sino el beneficio del cuerpo energético. Sin embargo, el cuerpo energético eres tú, así es que podríamos continuar indefinidamente co­mo perros mordiéndose la propia cola, tratando de expli­car esto. El lenguaje es inadecuado. Todas estas experien­cias están más allá de la sintaxis.

La oscuridad había descendido muy rápidamente, y el follaje de los árboles, que momentos antes brillaba de color verde, estaba ahora muy oscuro y denso. Don Juan dijo que si yo prestaba atención intensamente a la oscuri­dad del follaje, sin enfocar la mirada sino mirando como con el rabillo del ojo, vería una sombra fugaz cruzando mi campo de visión.

‑Ésta es la hora apropiada para hacer lo que te voy a pedir ‑dijo‑. Toma un momento en fijar la atención necesaria de parte tuya para lograrlo. No pares hasta que captes esa sombra fugaz negra.

Vi de hecho una extraña sombra fugaz negra proyec­tada en el follaje de los árboles. Era, o bien una sombra que iba de un lado al otro, o varias sombras fugaces mo­viéndose de derecha a izquierda o de izquierda a dere­cha, o hacia arriba en el aire. Me parecían peces negros y gordos, peces enormes. Era como si gigantescos peces­ espada volaran por el aire. Estaba absorto en la visión. Luego, finalmente, la visión me asustó. Estaba ya muy oscuro para ver el follaje, pero aun así veía las sombras fugaces negras.

‑¿Qué es, don Juan? ‑pregunté‑. Veo sombras fugaces negras por todos lados.

‑Ah, es el universo en su totalidad -dijo‑, incon­mensurable, no lineal, fuera del reino de la sintaxis. Los chamanes del México antiguo fueron los primeros que vieron esas sombras fugaces, así es que las siguieron. Las vieron como tú las viste hoy, y las vieron como energía que fluye en el universo. Y, sí, descubrieron algo tras­cendental.

Paró de hablar y me miró. Sus pausas encajaban per­fectamente. Siempre paraba de hablar cuando yo pendía de un hilo.

‑¿Qué descubrieron, don Juan? ‑pregunté.

‑Descubrieron que tenemos un compañero de por vida ‑dijo de la manera más clara que pudo‑. Tene­mos un predador que vino desde las profundidades del cosmos y tomó control sobre nuestras vidas. Los seres humanos son sus prisioneros. El predador es nuestro amo y señor. Nos ha vuelto dóciles, indefensos. Si que­remos protestar, suprime nuestras protestas. Si quere­mos actuar independientemente, nos ordena que no lo hagamos.

Estaba ya muy oscuro a nuestro alrededor, y eso pa­recía impedir cualquier expresión de mi parte. Si hubie­ra sido de día, me hubiera reído a carcajadas. En la oscu­ridad, me sentía bastante inhibido.

‑Hay una negrura que nos rodea ‑dijo don Juan‑, pero si miras por el rabillo del ojo, verás todavía las fuga­ces sombras saltando a tu alrededor.

Tenía razón. Aun las podía ver. Sus movimientos me marearon. Don Juan prendió la luz, y eso pareció disi­parlo todo.

‑Has llegado, a través de tu propio esfuerzo, a lo que los chamanes del México antiguo llamaban el tema de temas ‑dijo don Juan‑. Me anduve con rodeos to­do este tiempo, insinuándote que algo nos tiene prisione­ros. ¡Desde luego que algo nos tiene prisioneros! Esto era un hecho energético para los chamanes del México an­tiguo.

‑¿Pero, por qué este predador ha tomado posesión de la manera que usted describe, don Juan? ‑pregun­té‑. Debe haber una explicación lógica.

‑Hay una explicación ‑replicó don Juan‑, y es la explicación más simple del mundo. Tomaron posesión porque para ellos somos comida, y nos exprimen sin compasión porque somos su sustento. Así como noso­tros criamos gallinas en gallineros, así también ellos nos crían en humaneros. Por lo tanto, siempre tienen comi­da a su alcance.

Sentí que mi cabeza se sacudía violentamente de lado a lado. No podía expresar mi profundo sentimiento de incomodidad y descontento, pero mi cuerpo se movía haciéndolo patente. Temblaba de pies a cabeza sin voli­ción alguna de mi parte.

‑No, no, no, no ‑me oí decir‑. Esto es absurdo, don Juan. Lo que usted está diciendo es algo monstruo­so. Simplemente no puede ser cierto, para chamanes o para seres comunes, o para nadie.

‑¿Por qué no? ‑don Juan preguntó calmadamen­te‑. ¿Por qué no? ¿Por qué te enfurece?

‑Sí, me enfurece ‑le contesté‑. ¡Esas afirmacio­nes son monstruosas!

‑Bueno ‑dijo‑, aún no has oído todas las afirma­ciones. Espérate un momento y verás cómo te sientes. Te voy a someter a un bombardeo. Es decir, voy a some­ter a tu mente a tremendos ataques, y no te puedes ir porque estás atrapado. No porque yo te tenga prisione­ro, sino porque algo en ti te impedirá irte, mientras que otra parte de ti de veras se alocará. Así es que, ¡ajústate el cinturón!

Sentí que había algo en mí que exigía ser castigada. Don Juan tenía razón. No podría haberme ido de la casa por nada del mundo. Y aun así, no me gustaban para nada las insensateces que él peroraba.

‑Quiero apelar a tu mente analítica ‑dijo don Juan‑. Piensa por un momento, y dime cómo explica­rías la contradicción entre la inteligencia del hombre‑in­geniero y la estupidez de sus sistemas de creencias, o la estupidez de su comportamiento contradictorio. Los chamanes creen que los predadores nos han dado nuestro sistemas de creencias, nuestras ideas acerca del bien y el mal, nuestras costumbres sociales. Ellos son los que establecieron nuestras esperanzas y expecta­tivas, nuestros sueños de triunfo y fracaso. Nos otorgaron la codicia, la mezquindad y la cobardía. Es el predador el que nos hace complacientes, rutinarios y egomaniá­ticos.

‑¿Pero de qué manera pueden hacer esto, don Juan? ‑pregunté, de cierto modo más enojado aún por sus afirmaciones‑. ¿Susurran todo esto en nuestros oídos mientras dormimos?

‑No, no lo hacen de esa manera, ¡eso es una idio­tez! ‑dijo don Juan, sonriendo‑. Son infinitamente más eficaces y organizados que eso. Para mantenernos obedientes y dóciles y débiles, los predadores se involu­craron en una maniobra estupenda (estupenda, por su­puesto, desde el punto de vista de un estratega). Una maniobra horrible desde el punto de vista de quien la sufre. ¡Nos dieron su mente! ¿Me escuchas? Los pre­dadores nos dieron su mente, que se vuelve nuestra mente. La mente del predador es barroca, contradicto­ria, mórbida, llena de miedo a ser descubierta en cual­quier momento.

»Aunque nunca has sufrido hambre ‑continuó‑, sé que tienes unas ansias continuas de comer, lo cual no es sino las ansias del predador que teme que en cual­quier momento su maniobra será descubierta y la comi­da le será negada. A través de la mente, que después de todo es su mente, los predadores inyectan en las vi­das de los seres humanos lo que sea conveniente para ellos. Y se garantizan a ellos mismos, de esta manera, un grado de seguridad que actúa como amortiguador de su miedo.

‑No es que no pueda aceptar esto como válido, don Juan ‑dije‑. Podría, pero hay algo tan odioso al res­pecto que realmente me causa rechazo. Me fuerza a to­mar una posición contradictoria. Si es cierto que nos co­men, ¿cómo lo hacen?

Don Juan tenía una sonrisa de oreja a oreja. Rebosaba de placer. Me explicó que los chamanes ven a los niños humanos como extrañas bolas luminosas de energía, cu­biertas de arriba a abajo con una capa brillante, algo así como una cobertura plástica que se ajusta de forma ceñi­da sobre su capullo de energía. Dijo que esa capa brillan­te de conciencia era lo que los predadores consumían, y que cuando un ser humano llegaba a ser adulto, todo lo que quedaba de esa capa brillante de conciencia era una angosta franja que se elevaba desde el suelo hasta por en­cima de los dedos de los pies. Esa franja permitía al ser humano continuar vivo, pero sólo apenas.

Como si hubiera estado en un sueño, oí a don Juan Matus explicando que, hasta donde él sabía, la humani­dad era la única especie que tenía la capa brillante de conciencia por fuera del capullo luminoso. Por lo tanto, se volvió presa fácil para una conciencia de distinto or­den, tal como la pesada conciencia del predador.

Luego hizo el comentario más injuriante que había pronunciado hasta el momento. Dijo que esta angosta franja de conciencia era el epicentro donde el ser humano estaba atrapado sin remedio. Aprovechándose del único punto de conciencia que nos queda, los predadores crean llamaradas de conciencia que proceden a consumir de manera despiadada y predatorial. Nos otorgan proble­mas banales que fuerzan a esas llamaradas de conciencia a crecer, y de esa manera nos mantienen vivos para alimen­tarse con la llamarada energética de nuestras seudo‑pre­ocupaciones.

Algo debía de haber en lo que don Juan decía, pues me resultó tan devastador que a este punto se me revol­vió el estómago.

Después de una pausa suficientemente larga para que me pudiera recuperar, le pregunté a don Juan:

‑¿Pero por qué, si los chamanes del México anti­guo, y todos los chamanes de la actualidad, ven los pre­dadores no hacen nada al respecto?

‑No hay nada que tú y yo podamos hacer ‑dijo don Juan con voz grave y triste‑. Todo lo que pode­mos hacer es disciplinarnos hasta el punto de que no nos toquen. ¿Cómo puedes pedirles a tus semejantes que atraviesen los mismos rigores de la disciplina? Se reirán y se burlarán de ti, y los más agresivos te darán una pa­tada en el culo. Y no tanto porque no te crean. En lo más profundo de cada ser humano, hay un saber ancestral, visceral acerca de la existencia del predador.

Mi mente analítica se movía de un lado a otro como un yo‑yo. Me abandonaba y volvía, me abandonó de nuevo y volvía otra vez. Lo que don Juan estaba afir­mando era absurdo e increíble. Al mismo tiempo, era algo de lo más razonable, tan simple. Explicaba cada contradicción humana que se me pudiera ocurrir. ¿Pero cómo podría cualquier persona haber tomado esto con seriedad? Don Juan me empujaba al paso de una avalan­cha que me derribaría para siempre.

Sentí otra ola de una sensación amenazante. La ola no provenía de mí, y sin embargo estaba unida a mí. Don Juan estaba haciéndome algo, algo misteriosamen­te positivo y a la vez terriblemente negativo. Lo sentí como un intento de cortar una fina lámina que parecía estar pegada a mí. Sus ojos estaban fijos en los míos, me miraba sin parpadear. Alejó sus ojos de mí y comenzó a hablar sin volver a mirarme.

‑Cuando las dudas te asalten hasta el punto de que corras peligro ‑dijo‑, haz algo pragmático al respecto. Apaga la luz. Perfora la oscuridad. Averigua qué pue­des ver.
Se levantó para apagar la luz. Lo frené.

‑No, no, don Juan ‑dije‑, no apague la luz. Es­toy bien.

Lo que sentía era algo fuera de lo normal, un inusual miedo a la oscuridad. El solo pensar en ella me producía jadeos. Definitivamente sabía algo visceralmente, pero ni loco lo tocaría o lo traería a la superficie, ¡por nada del mundo!

‑Viste las sombras fugaces contra los árboles ‑dijo don Juan, reclinándose en su silla‑. Estuviste muy bien. Ahora me gustaría que las vieras en esta habitación. No es­tás viendo nada. Simplemente estás captando imágenes fu­gaces. Tienes suficiente energía para hacerlo.

Temía que don Juan se levantara y apagara la luz de la habitación, y así lo hizo. Dos segundos más tarde yo estaba gritando a grito pelado. No sólo capté la visión de esas imágenes fugaces, sino que las oí zumbando en mis oídos. Don Juan prendió la luz mientras se doblaba de risa.

‑¡Qué tipo temperamental! ‑dijo‑. Un completo incrédulo, por un lado, y por el otro un pragmatista. Tienes que arreglar esta lucha interna. Si no, vas a hin­charte y a reventar como sapo.

Don Juan continuó hincándome su púa más y más profundo.

‑Los chamanes del México antiguo ‑dijo‑ vieron al predador. Lo llamaron el volador porque brinca en el aire. No es nada lindo. Es una enorme sombra, de una oscuridad impenetrable, una sombra negra que salta por el aire. Luego, aterriza de plano en el suelo. Los chama­nes del México antiguo estaban bastante inquietos con saber cuándo había hecho su aparición en la Tierra. Ra­zonaron que era que el hombre debía haber sido un ser completo en algún momento, con estupendas revela­ciones, proezas de conciencia que hoy en día son leyen­das mitológicas. Y luego todo parece desvanecerse y nos quedamos con un hombre sumiso.

Quería enojarme, llamarlo paranoico, pero de algún modo mi rectitud inflexible que por lo general se escon­día justo por debajo de la superficie de mi ser, no estaba allí. Algo en mí estaba más allá de hacerle mi pregunta favorita: ¿Qué pasa si lo que él dice es verdad? Aquella noche, al tiempo que me hablaba, de todo corazón sentí que lo que me decía era verdad, pero al mismo tiempo y con igual fuerza, sentí que todo lo que me estaba dicien­do era completamente absurdo.

‑¿Qué me está diciendo, don Juan? ‑pregunté dé­bilmente. Mi garganta estaba constreñida. Apenas podía respirar.

‑Lo que estoy diciendo es que no nos enfrentamos a un simple predador. Es muy ingenioso, y es organiza­do. Sigue un sistema metódico para volvernos inútiles. El hombre, el ser mágico que es nuestro destino alcan­zar, ya no es mágico. Es un pedazo de carne. No hay más sueños para el hombre sino los sueños de un ani­mal que está siendo criado para volverse un pedazo de carne: trillado, convencional, imbécil.

Las palabras de don Juan estaban provocando una extraña reacción corporal en mí, comparable a la sensa­ción de náusea. Era como si nuevamente me fuera a en­fermar del estómago. Pero la náusea provenía del fondo de mi ser, desde los huesos. Me convulsioné involunta­riamente. Don Juan me sacudió de los hombros. Sentí mi cuello bamboleándose hacia delante y hacia atrás bajo el impacto de su apretón. Su maniobra me calmó de inmediato. Me sentí mejor, más en control.

‑Este predador ‑dijo don Juan‑, que por supues­to es un ser inorgánico, no nos es del todo invisible, como lo son otros seres inorgánicos. Creo que de niños sí los vemos, y decidimos que son tan terroríficos que no queremos pensar en ellos. Los niños podrían, por su­puesto, decidir enfocarse en esa visión, pero todo el mundo a su alrededor lo disuade de hacerlo.

»La única alternativa que le queda a la humanidad ‑continuó‑ es la disciplina. La disciplina es el único repelente. Pero con disciplina no me refiero a arduas ru­tinas. No me refiero a levantarse cada mañana a las cin­co y media y a darte baños de agua helada hasta ponerte azul. Los chamanes entienden por disciplina la capaci­dad de enfrentar con serenidad circunstancias que no están incluidas en nuestras expectativas. Para ellos, la disciplina es un arte: el arte de enfrentarse al infinito sin vacilar, no porque sean fuertes y duros, sino porque es­tán llenos de asombro.

‑¿De qué manera sería la disciplina de un brujo un repelente? ‑pregunté.

‑Los chamanes dicen que la disciplina hace que la capa brillante de conciencia se vuelva desabrida al vola­dor ‑dijo don Juan, escudriñando mi cara como que­riendo encontrar algún signo de incredulidad‑. El re­sultado es que los predadores se desconciertan. Una capa brillante de conciencia que sea incomible no es parte de su cognición, supongo. Una vez desconcertados, no les queda otra opción que descontinuar su nefasta tarea.

»Si los predadores no nos comen nuestra capa bri­llante de conciencia durante un tiempo ‑continuó‑, ésta seguirá creciendo. Simplificando este asunto en ex­tremo, te puedo decir que los chamanes, por medio de su disciplina, empujan a los predadores lo suficiente­mente lejos para permitir que su capa brillante de con­ciencia crezca más allá del nivel de los dedos de los pies. Una vez que pasa este nivel, crece hasta su tamaño natu­ral. Los chamanes del México antiguo decían que la capa brillante de conciencia es como un árbol. Si no se lo poda, crece hasta su tamaño y volumen naturales. A me­dida que la conciencia alcanza niveles más altos que los dedos de los pies, tremendas maniobras de percepción se vuelven cosa corriente.

»El gran truco de esos chamanes de tiempos antiguos ‑continuó don Juan‑ era sobrecargar la mente del vo­lador con disciplina. Descubrieron que si agotaban la mente del volador con silencio interno, la instalación fo­ránea saldría corriendo, dando al practicante envuelto en tal maniobra la total certeza del origen foráneo de la mente. La instalación foránea vuelve, te aseguro, pero no con la misma fuerza, y comienza un proceso en que la huida de la mente del volador se vuelve rutina, hasta que un día desaparece de forma permanente. ¡Un día de lo más triste! Ése es el día en que tienes que contar con tus propios recursos, que son prácticamente nulos. No hay nadie que te diga qué hacer. No hay una mente de origen foráneo que te dicte las imbecilidades a las que estás ha­bituado.

‑Mi maestro, el nagual Julián, les advertía a todos sus discípulos -continuó don Juan‑, que éste era el día más duro en la vida de un chamán, pues la verdadera mente que nos pertenece, la suma total de todas nuestras experiencias, después de toda una vida de dominación se ha vuelto tímida, insegura y evasiva. Personalmente, pue­do decirte que la verdadera batalla de un chamán comien­za en ese momento. El resto es mera preparación.

Me puse verdaderamente agitado. Quería saber más, y sin embargo, un extraño sentimiento en mí imploraba que parara. Aludía a oscuros resultados y a castigos, algo así como la ira de Dios descendiendo sobre mí por meter­me con algo velado por Dios mismo. Hice un esfuerzo supremo para permitir que mi curiosidad prevaleciera.

‑¿Qué‑qué‑qué significa usted ‑me escuché de­cir‑, con eso de agotar la mente del volador?
‑La disciplina definitivamente agota la mente forá­nea ‑contestó don Juan‑. Entonces, a través de su dis­ciplina, los chamanes se deshacen de la instalación fo­ránea.

Estaba abrumado por sus afirmaciones. O bien don Juan estaba verdaderamente loco, o lo que me estaba di­ciendo era tan asombroso que me había congelado por completo. Noté, sin embargo, con qué rapidez junté la energía para negarlo todo. Después de un instante de pánico, comencé a reír, como si don Juan me hubiera contado un chiste. Incluso me escuché decir:

‑¡Don Juan, don Juan, es usted incorregible!

Don Juan parecía entender todo lo que estaba suce­diéndome. Movió su cabeza de lado a lado y alzó sus ojos a los cielos, en un gesto de fingida desesperación.

‑Soy tan incorregible ‑dijo‑, que voy a darle a la mente del volador, que llevas dentro de ti, una sacudida más. Te voy a revelar uno de los secretos más extraordinarios de la brujería. Te voy a describir un hallazgo que les tomó a los chamanes miles de años para verificar y consolidar.

Me miró y sonrió de manera maliciosa.

‑La mente del volador huye para siempre cuando un chamán logra asirse a la fuerza vibradora que nos mantiene unidos como conglomerado de fibras energé­ticas. Si un chamán mantiene esa presión durante sufi­ciente tiempo, la mente del volador huye derrotada. Y eso es exactamente lo que vas a hacer: agarrarte a la ener­gía que te mantiene unido.

Tuve la reacción más inexplicable que jamás hubiera imaginado. Algo en mí literalmente tembló, como si hu­biese recibido una sacudida. Entré en un estado de mie­do injustificado, el que inmediatamente relacioné con mi entrenamiento religioso.

Don Juan me miró de la cabeza a los pies.

‑Temes la ira de Dios, ¿verdad? ‑dijo‑. Quédate tranquilo, ése no es tu miedo. Es el temor del volador, que sabe que harás exactamente como te digo.

Sus palabras no me calmaron en absoluto. Me sentí peor. Comencé a convulsionarme de manera involunta­ria, sin poder evitarlo.

‑No te preocupes ‑dijo don Juan de manera cal­ma‑. Sé, de hecho, que esos ataques se extinguen de lo más pronto. La mente del volador no tiene concentra­ción alguna.

Después de un momento, todo paró, como lo había previsto don Juan. Decir nuevamente que estaba abru­mado es un eufemismo. Ésta era la primera vez en mi vida, con o sin don Juan, que no sabía si iba o venía. Que­ría levantarme de la silla y caminar por la habitación, pero estaba mortalmente asustado. Estaba lleno de aserciones racionales, y a la vez repleto de un miedo infantil. Comencé a respirar profundo, mientras un sudor frío me cubría todo el cuerpo. De alguna manera se había desata­do en mí una horrenda visión: sombras negras, fugaces brincando a mi alrededor, dondequiera que mirara.

Cerré los ojos y me recliné sobre el brazo de la silla.

‑No sé para dónde mirar, don Juan ‑dije‑. Esta noche ha logrado realmente que me pierda.

‑Estás desgarrado por una lucha interna ‑dijo don Juan‑. Muy en lo profundo, sabes que eres incapaz de rechazar el acuerdo de que una parte indispensable de ti, tu capa brillante de conciencia, servirá de alimento in­comprensible a unas entidades, naturalmente, también incomprensibles. Y otra parte de ti se opondrá a esta si­tuación con toda su fuerza.

»La revolución de los chamanes ‑continuó‑, es que se rehúsan a honrar acuerdos en los que no han partici­pado. Nadie me preguntó si consentía ser comido por seres de otra clase de conciencia. Mis padres me trajeron a este mundo para ser comida, sin más, como lo fueron ellos; fin de la historia.

Don Juan se levantó de la silla y estiró los brazos y las piernas.

‑Llevamos horas aquí sentados. Es hora de entrar en la casa. Yo voy a comer. ¿Quieres comer conmigo?

Le dije que no. Mi estómago estaba revuelto.

‑Mejor vete a dormir ‑dijo‑ El bombardeo te ha devastado.

No necesité que me insistiera. Me derrumbé en mi cama y caí dormido como un tronco.

Ya en casa, a medida que pasaba el tiempo, la idea de los voladores se volvió una de las principales fijaciones de mi vida. Llegué a pensar que don Juan tenía toda la razón. Por más que intentara, no podía rechazar su lógi­ca. Mientras más lo pensaba, y mientras más me observaba y hablaba con mis prójimos, la convicción era más y más intensa de que algo nos impedía toda actividad o interacción o pensamiento que no tuviese como punto focal, el yo. Mi preocupación, como la preocupación de cualquiera que yo conociera o con el que yo hablara, era el yo. Como no encontraba explicación para tal homo­geneidad universal, concluí que la línea de pensamiento de don Juan era la más apropiada para elucidar el fenó­meno.

Me sumergí tanto como pude en lecturas de mitos y leyendas. Al leer, experimenté algo que nunca antes ha­bía sentido: cada uno de los libros que leí era una inter­pretación de mitos y leyendas. En cada uno de esos li­bros, una mente homogénea se hacía patente. Los estilos diferían, pero el impulso detrás de las palabras era ho­mogéneamente el mismo: a pesar de ser el tema algo tan abstracto como los mitos y las leyendas, los autores se las arreglaban siempre para encajar afirmaciones acerca de ellos mismos. El impulso común detrás de cada uno de estos libros no era el tema que anunciaban; era, en su lugar, autoservicio. Nunca antes me había dado cuenta de esto.

Atribuí mi reacción a la influencia de don Juan. La pregunta inevitable que me hacía a mí mismo era: ¿Será que don Juan me está influyendo para verlo de esta ma­nera, o hay realmente una mente foránea dictándonos todo lo que hacemos? Viraba otra vez, obligadamente, a la negación, e iba como loco de negación a aceptación a negación. Algo en mí sabía que don Juan quería llegar a un hecho energético, pero algo de igual importancia en mí sabía que era todo un disparate. El resultado final de mi lucha interna vino bajo la forma de un presentimien­to, la sensación de que algo peligroso e inminente se acercaba.

Hice una gran cantidad de estudios antropológicos en el tema de los voladores en otras culturas, pero no encontré referencia alguna. Don Juan parecía ser la úni­ca fuente de información sobre el tema. La siguiente vez que lo vi, me apresuré a hablarle de los voladores.

‑He hecho lo posible por ser racional sobre el tema ‑dije‑, pero no puedo. Hay momentos en que estoy totalmente de acuerdo con usted acerca de los preda­dores.

‑Enfoca tu atención en las sombras fugaces que puedes ver ‑dijo don Juan con una sonrisa.

Le dije a don Juan que esas sombras fugaces termi­narían con mi vida racional. Las veía por todas partes. Desde que me había ido de su casa, era incapaz de dor­mirme en la oscuridad. Dormir con las luces encendidas no me molestaba en absoluto. Sin embargo, en cuanto las apagaba todo a mi alrededor comenzaba a dar saltos. Nunca veía figuras o formas completas. Todo lo que veía eran sombras fugaces negras.

‑La mente del volador no te ha abandonado ‑dijo don Juan‑. Ha sido seriamente injuriada. Está hacien­do lo posible por restablecer su relación contigo. Pero algo en ti se ha roto para siempre. El volador lo sabe. El verdadero peligro está en que la mente del volador te puede vencer agotándote y forzándote a abandonar ju­gando con la contradicción entre lo que ella te dice y lo que yo te digo.

»Te digo, la mente del volador no tiene competido­res ‑continuó don Juan‑. Cuando propone algo, está de acuerdo con su propia proposición, y te hace creer que hiciste algo de valor. La mente del volador te dirá que lo que don Juan Matus te está diciendo es puro dis­parate, y luego la misma mente estará de acuerdo con su propia proposición. "Sí, por supuesto, es un disparate", dirás. Así nos vencen.

»Los voladores son una parte esencial del universo ‑continuó‑, y deben tomarse como lo que son real­mente: asombrosos, monstruosos. Son el medio por el cual el universo nos pone a prueba.

»Somos sondas creadas por el universo ‑siguió, como si yo no estuviera presente‑, y es porque somos poseedores de energía con conciencia, que somos los medios por los que el universo se vuelve consciente de sí mismo. Los voladores son los desafiantes implacables. No pueden ser considerados de ninguna otra forma. Si lo logramos, el universo nos permite continuar.

Quería que don Juan siguiera hablando. Pero sólo dijo:

‑El bombardeo terminó la última vez que estuviste aquí; no hay más qué decir acerca de los voladores. Es tiempo de otra clase de maniobra.

Esa noche no pude dormir. Caí en un sopor liviano a la madrugada, hasta que don Juan me sacó de la cama, y me llevó a una caminata por las montañas. Donde él vi­vía, la configuración de las montañas era muy distinta a la del desierto de Sonora, pero me dijo que no me entre­gara a comparar, ya que después de caminar un kilóme­tro, todos los lugares del mundo son iguales.

‑Disfrutar del panorama es para gente que pasea en automóviles ‑dijo‑. Van a gran velocidad sin ha­cer ningún esfuerzo. Los panoramas no son para cami­nantes.

»Por ejemplo, cuando vas en coche puedes ver una montaña gigantesca que te abruma con su belleza. La vista de esa montaña no te va a abrumar de la misma for­ma si la ves mientras vas de a pie; te va a abrumar de otra forma, especialmente si debes escalarla o rodearla.

La mañana estaba muy calurosa. Caminamos por el lecho seco de un río. Una cosa en común entre este valle y el desierto de Sonora eran los millones de insectos. Los mosquitos y las moscas a mi alrededor parecían bombarderos suicidas que apuntaban a mi nariz, a mis ojos y a mis orejas. Don Juan me dijo que no les presta­ra atención a sus zumbidos.

‑No trates de espantarlos con tus manos ‑me lan­zó en tono firme‑. Intenta que se alejen. Forma una barrera energética a tu alrededor. Estáte en silencio, y desde ese silencio se construirá la barrera. Nadie sabe cómo se hace. Es una de esas cosas que los chamanes lla­man hechos energéticos. Para tu diálogo interno. Eso es todo lo que se necesita.

»Quiero proponerte una idea un poco rara ‑conti­nuó don Juan mientras caminaba delante de mí.

Yo tenía que acelerar mis pasos para mantenerme cerca de él, y así no perderme nada de lo que él decía.

‑Tengo que insistir en que es una idea rara que en­contrará en ti infinita resistencia ‑dijo‑. Debo adver­tirte que no la aceptarás con facilidad. Pero no por el he­cho de que es rara debes rechazarla. Eres un científico social. Por lo tanto, tu mente está siempre abierta a la in­vestigación, ¿verdad?

Don Juan se estaba burlando de mí desvergonzada­mente. Yo lo sabía, pero no me molestaba. Quizá por­que él caminaba tan rápido y yo debía seguirle el paso haciendo tremendos esfuerzos, su sarcasmo se deslizaba sobre mí, y en lugar de molestarme, me hacía reír. Mi atención total estaba enfocada en lo que él decía, y los insectos, o bien dejaron de molestarme porque había in­tentado una barrera a mi alrededor, o porque estaba tan ocupado escuchando a don Juan, que ya no me molesta­ban sus zumbidos.

‑La idea rara ‑dijo lentamente, midiendo el efecto de sus palabras‑ es que todo ser humano en esta Tierra parece tener las mismas reacciones, los mismos pensa­mientos, los mismos sentimientos. Parecen responder de la misma manera a los mismos estímulos. Esas reac­ciones parecen estar en cierto modo nubladas por el len­guaje que hablan, pero si escarbamos esa superficie son exactamente las mismas reacciones que asedian a cada ser humano en la Tierra. Me gustaría que esto te causara curiosidad como científico social, por supuesto, y que veas si puedes explicar esta homogeneidad.

Don Juan recolectó una serie de plantas. Algunas apenas eran visibles. Parecían ser algas, musgos. Mantuve abierta su bolsa y dejamos de hablar. Cuando tuvo suficientes plantas, se encaminó hacia su casa y comenzó a caminar a toda velo­cidad. Dijo que quería limpiar y separar esas plantas y orde­narlas antes de que se secaran demasiado.

Yo me encontraba absorto pensando en la tarea que él me había delineado. Comencé por pensar si conocía algún artículo o trabajo sobre el tema. Supuse que debía investigarlo, y decidí que comenzaría por leer todo lo escrito sobre «carácter nacional». Me entusiasmé de ma­nera fortuita con el tema, y quería volver en seguida a mi casa y emprender la tarea con seriedad; sin embargo, an­tes de llegar a su casa, don Juan se sentó en una saliente alta que daba sobre el fondo del valle. No dijo nada por un rato. No le faltaba el aire. Yo no comprendía por qué se había detenido a sentarse.

‑La tarea del día, para ti ‑dijo abruptamente, en tono de presagio‑, es una de las tareas más misteriosas de la brujería, algo que va más allá del lenguaje, más allá de las explicaciones. Hoy nos fuimos de caminata, ha­blamos, porque el misterio de la brujería debe ser amor­tiguado con lo mundano. Debe partir de la nada, y debe volver nuevamente a la nada. Ése es el arte del guerrero-­viajero: pasar por el ojo de una aguja sin ser notado. Por tanto, prepárate acomodando tu espalda contra esta pa­red de roca, lo más lejos posible del borde. Estaré cerca de ti, en caso de que te desmayes o te caigas.

‑¿Qué está tramando, don Juan? ‑pregunté, y mi alarma era tan patente que en seguida bajé la voz.

‑¿Quiero que cruces las piernas y entres en un esta­do de silencio interno ‑dijo‑. Digamos que quieres averiguar qué artículos podrías buscar para desacreditar o comprobar lo que te he pedido que hagas en tu medio académico. Entra en el silencio interno, pero no te duer­mas. Éste no es un viaje al oscuro mar de la conciencia. Esto es ver desde el silencio interno.

Me era bastante difícil entrar en un estado de silencio interno sin quedarme dormido. Luché contra el casi in­vencible deseo de dormir. Logré evitarlo, y me encontré mirando el fondo del valle desde la impenetrable oscuri­dad que me rodeaba. Y luego vi algo que me estremeció hasta los huesos. Vi una sombra gigantesca, quizá de un ancho de cinco metros, saltando en el aire y luego aterri­zando con un golpe ahogado y silencioso. Sentí el golpe en mis huesos, pero no lo oí.

‑Son verdaderamente pesados ‑don Juan me dijo al oído. Me estaba agarrando del brazo izquierdo, lo más fuerte que podía.

Vi algo, como una sombra de barro meneándose en el suelo, y luego dio otro salto, quizá de unos quince metros, y volvió a aterrizar con el mismo silencioso gol­pe. Estaba aterrorizado más allá de todo lo que racional­mente pudiera usar como descripción. Mantuve mis ojos fijos en la sombra saltando en el fondo del valle. Luego escuché un zumbido peculiar, una mezcla entre el sonido de un batir de alas, y el sonido de una radio que no ha sintonizado la frecuencia de una estación, y el golpe que siguió fue algo inolvidable. Nos sacudió a don Juan y a mí hasta los huesos ‑una gigantesca som­bra de barro negra acababa de aterrizar a nuestros pies.

‑No te asustes ‑dijo don Juan en tono imperati­vo‑. Mantén tu silencio interno y la sombra se irá.

Yo temblaba de pies a cabeza. Tenía la clara impre­sión de que si no mantenía mi silencio interno activo, la sombra de barro me envolvería como una frazada y me sofocaría. Sin perder la oscuridad a mi alrededor, grité con toda mi fuerza. Nunca había sentido tanto enojo, tanta frustración. La sombra de barro dio otro salto, claramente hacia el valle. Continué gritando mientras sacudía mis piernas. Quería deshacerme de lo que fuera que viniera a comerme. Mi estado nervioso era tal, que perdí la noción del tiempo. Quizá me desmayé.

Cuando recuperé el sentido, estaba recostado en mi cama en casa de don Juan. Tenía una toalla, empapada de agua helada, envuelta sobre la frente. Ardía de fiebre. Una de las compañeras de don Juan me frotaba la espal­da, el pecho y la frente con alcohol, pero no sentía nin­gún alivio. El calor que sentía provenía de mí mismo. La impotencia y la ira lo generaban.

Don Juan reía como si lo que me sucedía fuera lo más gracioso en el mundo. Sus carcajadas resonaban una tras otra.

-Jamás se me hubiera ocurrido que tomarías el ver a un volador tan a pecho ‑dijo.

Me tomó de la mano y me llevó a la parte posterior de su casa, donde me sumergió en un enorme tanque de agua, completamente vestido, con zapatos, reloj, y todo.

‑¡Mi reloj, mi reloj! ‑grité.

Don Juan se contorsionaba de risa.

‑No deberías usar reloj cuando vienes a verme ‑dijo‑. ¡Ahora lo chingaste por completo!

Me saqué el reloj y lo puse a un lado de la bañera. Recordé que era a prueba de agua y que nada le hubiera sucedido. Estar sumergido en el tanque me ayudó in­mensamente.

Cuando don Juan me ayudó a salir del agua helada, yo había recuperado cierto grado de control.

‑¡Esa visión es absurda! ‑no hacía yo otra cosa que repetir, incapaz de decir nada más.

El predador que don Juan había descrito no era bené­volo. Era enormemente pesado, vulgar, indiferente. Sen­tí su despreocupación por nosotros. Sin duda, nos había aplastado épocas atrás, volviéndonos, como don Juan había dicho, débiles, vulnerables y dóciles. Me quité la ropa húmeda, me cubrí con un poncho, me senté en la cama, y lloré desconsoladamente, pero no por mí. Yo te­nía mi ira, mi intento inflexible, para no dejarme comer. Lloré por mis semejantes, especialmente por mi padre. Nunca supe, hasta ese momento, que lo quería tanto.

‑Nunca tuvo la opción ‑me escuché repetir una y otra vez, como si las palabras no fueran realmente mías. Mi pobre padre, el ser más generoso que conocía, tan tierno, tan gentil, tan indefenso.

Fragmento de "El lado activo del infinito" de Carlos Castaneda

Depredadores de la conciencia

Depredadores de la conciencia


La continuación de nuestra charla llegó años más tarde. En esa ocasión, Carlos trajo a una de sus reuniones un concepto enteramente nuevo y escalofriante, que despertó las más apasionadas controversias.

"El hombre -dijo- es un ser mágico, tiene la capacidad de volar por el universo al igual que cualquiera de los millones de conciencias que existen. Pero, en algún momento de su historia, perdió su libertad. Ahora su mente ya no es suya, es una intrusión."

Afirmó que los seres humanos somos rehenes de un conjunto de entidades cósmicas que se dedican a la depredación, a las cuales los brujos llaman "los voladores."

Dijo que este era un tema muy secreto de los antiguos videntes, pero que, debido a un augurio, él había entendido que ya era tiempo de divulgarlo. El augurio fue una fotografía que había tomado Tony, un budista cristiano amigo suyo. En ella aparecía nítidamente la figura de un ser oscuro y ominoso flotando sobre una multitud de fieles reunida en las pirámides de Teotihuacán.

"Mis compañeras y yo determinamos que ya era tiempo de dar a conocer nuestra verdadera situación como seres sociales, aun a costa de toda la suspicacia que tal información pueda generar en el público."

Cuando se me presentó la oportunidad, le pedí que me dijese algo más sobre los voladores, y entonces me contó que uno de los aspectos más terroríficos del mundo de don Juan; que somos prisioneros de seres venidos de los confines del universo, quienes nos usan con el mismo desenfado con que nosotros usamos a los pollos.

Explicó:
"La porción del universo a la que tenemos acceso es el campo de operaciones de dos formas radicalmente diferentes de conciencia. Una, a la que pertenecen las plantas y los animales, incluso el hombre, es una conciencia blanquecina, joven, generadora de energía. La otra es una conciencia infinitamente más vieja y parasitaria, poseedora de una cantidad inmensa de conocimientos."

"Además de los hombres y otros seres que habitan esta tierra, hay en el universo una inmensa gama de entidades inorgánicas. Están presentes entre nosotros y en ciertas ocasiones se nos hacen visibles. Les llamamos fantasmas o apariciones. Una de esas especies, que los videntes describen como enormes bultos voladores de color negro, llegó en algún momento de la profundidad del Cosmos y encontró un oasis de conciencia en nuestro mundo. Ellos se han especializado en 'ordeñarnos'."

"¡Eso es increíble!" -exclamé.

"Lo sé, pero es la más pura y aterradora verdad. ¿Nunca te has preguntado el por qué de los altibajos energéticos y emocionales de la gente? Es el predador que viene periódicamente a recoger su cuota de conciencia. Sólo dejan lo suficiente para que sigamos viviendo, y a veces ni para eso."

"¿Qué quieres decir?"

"Que a veces se pasan y la persona enferma de gravedad, y hasta muere."

Yo no daba crédito a mis oídos.

"¿Quieres decir que estamos siendo devorados en vida?" -le pregunté.

Sonrió.

"Bueno, ellos no nos 'comen' literalmente, lo que hacen es una transferencia vibratoria. La conciencia es energía y ellos pueden alinearse con nosotros. Como por naturaleza están siempre hambrientos, y nosotros, por el contrario, exudamos luz, el resultado de ese alineamiento solo puede ser descrito como depredación energética."

"Pero, ¿por qué hacen eso?"

"Porque, en un plano cósmico, la energía es la moneda más fuerte y todos la quieren, y nosotros somos una raza vital, repleta de alimento. Cada cosa viva come a otra, y siempre el más poderoso sale ganando. ¿Quién dijo que el hombre está en la cúspide de la cadena alimenticia? Esa visión solo pudo ocurrírsele a un ser humano. Para los inorgánicos, nosotros somos la presa."

Le comenté que se me hacía inconcebible que entidades más conscientes que nosotros llegasen a ese grado de rapiña.

Replicó:

"Pero, ¿qué crees que haces tú cuando comes una lechuga o un bistec? ¡Estás comiendo vida! Tu sensibilidad es hipócrita. Los depredadores cósmicos no son ni más ni menos crueles que nosotros. Cuando una raza más fuerte consume a otra inferior, está ayudando a que su energía evolucione."

"Ya te he dicho que en el universo sólo hay guerra. Los enfrentamientos de los hombres son un reflejo de lo que pasa ahí fuera. Es normal que una especie intente consumir a otra; lo propio de un guerrero es no lamentarse por ello y procurar sobrevivir."

"¿Y cómo nos consumen?"

"A través de nuestras emociones, debidamente encauzadas por el parloteo interior. Han diseñado el entorno social en tal forma que estamos todo el tiempo disparando oleadas de emociones que son inmediatamente absorbidas. Sobre todo, les gustan los ataque de ego; para ellos, ése es el bocado más exquisito. Tales emociones son iguales en cualquier lugar del universo donde se presenten, y ellos han aprendido a metabolizarlas."

"Algunos nos consumen por la lujuria, la ira o el temor; otros prefieren sentimientos más delicados, como el amor o la ternura. Pero todos ellos están interesados en lo mismo. Lo normal es que nos ataquen por la zona de la cabeza, el corazón o el vientre, allí donde guardamos el grueso de nuestra energía."

"¿Atacan también a los animales?"

"Esos seres usan a todo lo que esté disponible, pero prefieren la conciencia organizada. 

Drenan a los animales y a las plantas en la medida de su atención, que no es demasiado fija. Atacan incluso a los demás seres inorgánicos, sólo que aquellos sí los ven y los esquivan, como nosotros esquivamos a los mosquitos. El único que cae completito en su trampa es el hombre."

"¿Cómo es posible que todo eso esté ocurriendo sin que nos demos cuenta?"

"Porque heredamos el intercambio con esos seres casi como una condición genética, y a estas alturas nos parece algo natural. Cuando nace la criatura, la madre la ofrece como comida, sin darse cuenta, pues la mente de ella también está dominada. Al bautizarla está firmando un convenio. A partir de ahí, se esfuerza por inculcarle modales de conducta aceptables, la doma, cercena su lado guerrero y la convierte en una mansa oveja."

"Cuando un niño sale suficientemente energético para rechazar esa imposición, pero no lo suficiente como para entrar en el camino del guerrero, se vuelve un rebelde o un desajustado social."

"La ventaja de los voladores radica en la diferencia entre nuestros niveles de conciencia. Ellos son entidades muy poderosas y vastas; la idea que tenemos de ellos es equivalente a la que tiene una hormiga de nosotros."

"Sin embargo, su presencia es dolorosa y se puede medir en diversas maneras. Por ejemplo, cuando nos provocan ataques de racionalidad o desconfianza, o nos sentimos tentados a violar nuestras propias decisiones. Los locos pueden detectarlos muy fácilmente -demasiado, diría yo-, ya que sienten físicamente cómo estos seres se posan sobre sus hombros, generando paranoias. El suicidio es el sello del volador, pues su mente es homicida potencial."

"Dices que se trata de un intercambio, pero, ¿qué ganamos nosotros con semejante despojo?"

"A cambio de nuestra energía, los voladores nos han dado la mente, los apegos y el ego. 

Para ellos, no somos sus esclavos, sino una especie de obreros asalariados. Privilegiaron a una raza primitiva y le dieron el don de pensar, lo cual nos hizo evolucionar; más aún, nos ha civilizado. De no ser por ellos, aun estaríamos escondidos en cuevas o haciendo nidos en las copas de los árboles."

"Los voladores nos dominan a través de nuestras tradiciones y costumbres. Son los amos de las religiones, los creadores de las Historia. Escuchamos su voz en la radio y leemos sus ideas en los periódicos. Ellos manejan todos nuestros medios de información y nuestros sistemas de creencia. Su estrategia es magnífica. Por ejemplo, hubo un hombre honesto que habló de amor y libertad; ellos lo han convertido en autocompasión y servilismo. Lo hacen con todos, incluso con los naguales. Por eso el trabajo de un brujo es solitario."

"Durante milenios, los voladores han urdido planes para colectivizarnos. Hubo una época en que se hicieron tan descarados, que hasta se mostraban en público y las gentes los representaron en piedra. Eran tiempos oscuros, pululaban por doquier. Pero ahora su estrategia se ha hecho tan inteligente que ni sabemos que existen. En el pasado nos enganchaban por la credulidad, hoy, por el materialismo. Ellos son responsables de que la aspiración del hombre actual sea no tener que pensar por sí mismo; ¡observa no más cuánto tiempo aguanta alguien en silencio!."

"¿Porqué ese cambio en su estrategia?"

"Por que, en este momento, ellos están corriendo un gran riesgo. La humanidad está en un contacto muy rápido y cualquiera puede informarse. O nos llenan la cabeza, bombardeándonos día y noche con todo tipo de sugestiones, o habrá algunos que se den cuenta y avisen a los demás."

"¿Qué ocurriría si lográsemos repeler a esas entidades?"

"En una semana recuperaríamos nuestra vitalidad y estaríamos brillando de nuevo. Pero, como seres humanos normales, no podemos plantearnos esa posibilidad, porque ello implicaría ir en contra de todo lo que es socialmente aceptable. Afortunadamente, los brujos tenemos un arma: la disciplina."

"El encuentro con los inorgánicos es gradual. Al principio no los notamos. Pero un aprendiz comienza a verlos en su ensueño y luego en su vigilia -algo que puede enloquecerle si no aprende a actuar como un guerrero. Después de que se da cuenta, puede confrontarlos."

"Los brujos manipulan la mente foránea haciéndose cazadores de energía. Es con ese fin que mis compañeras y yo hemos diseñado para las masas los ejercicios de tensegridad, que tienen la virtud de liberarnos de la mente del volador."

"En ese sentido, el brujo es oportunista. Aprovecha el empujón que le dieron y dice a sus captores: '¡Gracias por todo, ahí nos vemos! El acuerdo que ustedes hicieron fue con mis antepasados, no conmigo'. Al recapitular su vida, literalmente está sacándole al volador la comida de la boca. Es como si llegásemos a la tienda y devolviésemos el producto al tendero, exigiéndole: '¡Regrésame mi dinero!' A los inorgánicos no les gusta eso, pero no pueden hacer nada."

"Nuestra ventaja es que somos prescindibles, ¡hay mucha comida por ahí! Una posición de alerta total, que no es otra cosa que disciplina, crea condiciones tales en nuestra atención, que dejamos de ser sabrosos para esos seres. En tal caso, dan media vuelta y nos dejan tranquilos."


Fragmento de Conversaciones con el Nagual" de Armando Torres.

SOMBRAS DE BARRO